EL NIÑO QUE VIVE EN MI, RIGOBERTO ACOSTA MOLINET, PRIMER LUGAR

lunes, 26 de octubre de 2009

EL NIÑO QUE VIVE EN MI

EL NIÑO QUE VIVE EN MI
PRIMER LUGAR
Rigoberto Ignacio Acosta Molinet

CONCURSO REGIONAL DE CUENTOS PROGRAMA RECUPERACION DE BARRIOS “MI BARRIO CUENTA CONMIGO, YO CUENTO LA HISTORIA DE MI BARRIO”
ORGANIZADO POR LA SECRETRARIA REGIONAL MINISTERIAL DE VIVIENDA Y URBANISMO.


Son las ocho de la mañana, mientras desayuno, como siempre lo hago, descorro la cortina de la ventana, que me permite observar a la distancia el pabellón 56, donde viví mi infancia , y parte de mi juventud. Cuantos recuerdos se agolpan en mi mente, pese a haber vivido una niñez llena de limitaciones.
En mi interior, hay un niño que se niega a crecer, y se aferra con fuerzas a esa etapa de mi vida. De alguna forma se las arregla, para borrar los momentos negativos de ella. Este niño muy especial, al cual yo aprecio mucho, tiene una edad no muy definida, debe tener entre siete y once años, y muchas veces me obliga a rondar por los pabellones 55 y 56 de Lota Alto, como queriendo extraer de ese barrio, la energía necesaria para seguir existiendo.
. Esos pabellones que ahora se ven viejos, descuidados, solitarios, silenciosos, son un mudo testigo de un pasado lleno de vida, bullicio, sonrisas, alegría y algarabía infantil. Mientras medito en ello, algo empieza a suceder, todo parece cobrar vida, mis oídos se deleitan con lo que oyen, mis ojos no oponen resistencia a lo que ven, me siento transportado al pasado, y no me puedo resistir, en realidad me dejo llevar, puedo ver con nitidez los pabellones 55 y 56 y ¡sorprendente!, ¡ahí estoy yo! con pantalones cortos, cabello despeinado, y con un suspensor reclamando por la falta de botones, zapatos deslustrados (en realidad, yo los ensucié un poco, para que no se note que son nuevos, y así evitar ser objeto de burla) .Quisiera contarles que…creo que es mejor que se los cuente él ,tiene una mente mucho más lúcida y fresca que la mía… eh…, mejor lo haremos entre los dos, así yo aportaré detalles que él haya olvidado, o no los quiera mencionar.
Me encuentro ansioso, esperando a mi papá que salió a trabajar al primer turno, debe estar por llegar de la mina, en donde trabaja, y donde yo también trabajaré cuando sea grande. ¡Ahí viene mi papá!, como siempre, con su rostro ennegrecido por el polvo del carbón, (aun no existían las duchas en la empresa) el caucho aun en su cabeza (casco de seguridad, siempre de color negro, como armonizando con la densa obscuridad del interior de la mina) y su guameco al hombro, donde lleva la charra y el manche. Su semblante delata el cansancio de la jornada, su mirada es serena y resignada, aunque me mira con seriedad, sus ojos no pueden disimular que se alegra al verme. Entra a la cocina, que está muy separada de la otra pieza, que es lo que compone toda la casa. Quitándose el caucho, el guameco y el fañamán (Una especie de pañoleta colgada al cuello, hecha de género de bolsa de harina ,que utiliza para secarse el sudor, mientras están en la faena de extraer el negro mineral) , luego se saca el vestón (que siempre es el mas viejo para el trabajo), y sentándose con prontitud en una silla de paja, sin decir palabra, recibe ansioso de manos de mi mamá ,el jarro de porcelana, de medio litro, con harinado( vino preferentemente tinto, con harina tostada y azúcar), se humedece ligeramente los labios, y cerrando los ojos, e inclinando el rostro hacia arriba , disfruta del rico harinado, y mientra lo hace, su garganta suena rítmicamente, como agradeciendo la frescura de este revitalizador brebaje.
Como es costumbre, tengo permiso para trajinar el guameco y sacar el manche, mas bien, lo que sobró de él, porque todos los papás le traen el manche a sus hijos, especialmente a los menores, y es muy rico. Mi papá dice que el pan, al estar tantas horas en el fondo de la mina, adquiere ese gustito tan especial, lo mismo que el agua de la charra (cantimplora de aluminio, conteniendo generalmente agua de hierbas)

Con mi manche en la mano salgo a la calle, saboreando el delicioso manjar. OH que lindo, el barrio lleno de niños, a todo lo largo del pabellón, que preciosa escena, las niñas jugando; unas a “la casineta”, otras a “la del diez” (que consiste en hacer rebotar con la mano, una pelota de goma, contra la pared, diez veces; Inicialmente se golpea con la palma, luego empuñando la mano ,se golpea con los nudillos, y así, a medida que avanza el juego, se van agregando técnicas con mayor grado de dificultad), mas allá ,las mas pequeñas juegan a: “que salga la dama dama” puedo oírles cantar y batir las palmas “que salga la dama dama, vestida de marinero, si no tiene dinero la caridad no espero ” mientras cantan, una de ellas, se pasea en medio de dos hileras de niñas , acompañando con las palmas y manteniendo un especial ritmo, y pensando a quien elegirá para que ocupe su lugar, y así sucesivamente. Las mayores “saltan el cordel” las que son mas atrevidas piden que le den “chocolate” (se le hará girar el cordel lo mas fuerte que sea posible) así la retadora mostrara su habilidad y rapidez en el salto.
Los juegos donde yo participo son variados, entretenidos y muy divertidos, a saber: “El paquito librador”,” a la ronda de san Miguel“… -a la ronda de san Miguel, el que se ríe se va al cuartel, el que mira para atrás se le pega en la pela-” mientras se cantan estos versos, el grupo, en cuclillas hace un circulo cerrado y uno de nosotros, paseándose por detrás del círculo, con un pañuelo anudado en uno de sus extremos, golpea al que se atreva a mirar para atrás , “la tiñita”, “el caballito de bronce” (mi mamá me tiene prohibido jugar a este juego, dice que es muy peligroso). El juego que es un poco más difícil, y requiere cierta habilidad, es el trompo. Aquí en mi barrio lo hacemos de una manera muy particular: la idea es hacer avanzar una moneda o chapa por medio de corridas y papos, y dar la vuelta completa a uno de los pabellones; se juega en equipo, lo ideal, son tres por equipo, generalmente el que no es tan hábil con el trompo, tiene que vigilar al equipo contrario, evitando que lancen la moneda con la mano. La corrida puede mover la moneda de 10 a 50 centímetros aproximadamente, pero el colofón lo pone el papo, que dependiendo del tipo de trompo, y la habilidad del jugador, puede lanzar la moneda hasta 50 metros. En honor a la verdad, a mí, generalmente me tocaba vigilar.
Mientras damos la vuelta al pabellón, pasamos junto a los lavaderos, donde hay hartas señoras lavando, con sus respectivas paletas en la mano, con la que dan fuertes golpes a la ropa mojada, será para que quede mas limpia, digo yo. Cada una, con su propio espacio para dicha tarea (mientras dura el lavado, son dueñas de una de las 14 bateas, mañana será de otra). Es agradable verlas en esta labor, pues se ven que están contentas y conversan mucho. Hablan en alta voz, también lo hacen bajito; cuando hablan despacito, de repente se ríen todas a carcajadas, mientras lo hacen, algunas se tapan la boca, como tratando de reprimir la risa, seguramente por una talla con cierta picardía.

Continuando con la competencia del trompo, pasamos frente a los baños públicos (no son para bañarse), cada pabellón tiene un baño, que sirve para unas seis personas. Me asusta entrar allí, desde aquel día en que estaba ocupándolo, y apareció frente a mí, un ratón, curiosamente de color café, que me miraba fijamente, al cual espanté con un tímido, pero efectivo “sale”. A pesar de ello, cuando se dan las condiciones y no hay nadie en el baño destinado a las damas, me gusta mirar cómo un gran recipiente de fierro, sostenido por un eje, recibe agua de una llave que está siempre abierta, lo entretenido es , cuando el recipiente está a punto de llenarse, y con el mismo peso del agua, se inclina hacia un lado, dejando caer con fuerzas todo su contenido, arrastrando todo lo que encuentra a su paso, y de esta forma mantiene los baños limpios (este recipiente está sólo en el baño de las mujeres, pero al verter su contenido, limpia también el de los hombres).
Rigo, Rigo, la voz de mi mamá llamándome, “están listos” me dice, y yo entrando en la cocina, saco del canasto, un buen trozo de pan amasado, el cual parto en dos, dejando una mitad en el bolsillo del pantalón y la otra sirviéndomela, al mismo tiempo que cojo el canasto con los piñones , y ¡a vender se ha dicho!. Iniciando la venta a partir desde mi casa, que es la última del pabellón 56 y terminando en el pabellón 55 (entre los dos pabellones completan un número de 39 casas) gritando “piñones cosicaliente, piñones cosicaliente”. Los primeros piñones que se venden, queman un poco las manos al sacarlos del canasto y contarlos, pero a medida que avanza la venta, se van enfriando. Recorro los dos pabellones con mi mercadería y el tradicional grito “Piñones cosicaliente”.Nunca falta el que acto seguido a mi grito me dice: (utilizado el mismo tono de mi pregón) “a tu abuela le falta un diente” y como un gesto de aparente aceptación de la broma, contesto de la misma forma: “y a la tuya le faltan veinte”. Y así, con el canasto cada vez pesando menos, doy la vuelta completa, hasta llegar a mi casa, entregando el dinero de la venta a mi mamá, quien como siempre lo guardará con mucha discreción, para cuando nos falte para la comida, en esos días que a mi papá se le pasa la mano, y se toma la plata del “vale” (Un término muy local, para referirse a un anticipo del sueldo que daban cada lunes)
En la escuela Matías Cousiño, hoy aprendí algo nuevo, hice unas rayitas oblicuas, cada una dentro de un cuadradito del cuaderno de aritmética, hice una página completa.
Saliendo de la escuela me fui corriendo a mi casa (distante a dos o tres cuadras del colegio) tenía que mostrarle el cuaderno a mi mamá, lo más rápido posible, pero no estaba en casa, se encontraba en el horno ( a no mas de cincuenta metros de mi casa) con unas vecinas ,esperando para sacar el pan, - Mire mamá lo que hice en la escuela-, le dije, me miró tiernamente, luego sonrió (siempre que sonreía, se podía apreciar un diente de oro que se le veía muy bonito) miró el cuaderno y acariciándome el cabello me dijo en voz alta (para que también las vecinas oyeran, a quienes previamente les había dado una mirada de complicidad) -pero que bien mijito, ya estás aprendiendo a escribir-, me sentí muy feliz por su observación. En ese mismo instante la señora Elba dijo: -prepárense, el pan está listo-. Sacando de la puerta del horno unos sacos y una tapa de latón, quedó al descubierto su precioso contenido ¡que hermosos panes y que lulos!, con un extraordinario dorado, y el aroma, ah, el aroma ¡qué rico!
La señora Elba es la experta con la paleta, la desliza por debajo del pan, lo saca hacia afuera del horno. Y cada una de las vecinas reconoce el suyo, por las marcas que previamente le han puesto. Todas ellas provistas con manteles (Hechos de bolsas de harina) reciben el pan correspondiente, tomándolo con el mantel, para no quemarse las manos y limpiándolo de inmediato, y nunca falta, la que poniendo cara de experta en la materia, golpea el pan con sus nudillos, para asegurarse, de acuerdo al sonido que éste produce, si la cocción del mismo está o no en su punto. Y de este modo, los canastos bien provistos de manteles, se van llenando del preciado alimento. Finalizada la tarea de sacar el pan del horno, los canastos ya llenos, se tapan prolijamente, de tal forma que el pan se mantenga calentito por un buen rato.
Para apreciar todo lo anterior, hay que estar atento y muy cerca de la escena, eso si, yo he aprendido a no ganarme detrás de la señora Elba, por que en su tarea de meter y sacar la paleta (que tiene un mango muy largo) siempre es probable que alguien reciba un golpe con el mango; accidente que experimenté más de una vez, y por mi baja estatura, siempre me tocaba el golpe en la cara.

Llega la noche, y en la esquina del pabellón 55, comienza poco a poco a juntarse un grupo de jóvenes y adultos , conversando animadamente de diferentes temas, especialmente de la película exhibida ese día, ya sea en el teatro de Lota alto o en el cine Laurie de Lota bajo. Otros forman un grupo aparte, hablando de fútbol y de la competencia local (nuestro barrio cuenta con dos equipos: el “Unión deportivo y El club “dieciocho de Septiembre” Además de ello, son muy esperados los partidos que se juegan entre ambos pabellones). Un grupo de cuatro, se aparta del resto y se ponen a jugar a la brisca, aprovechando un foco del alumbrado público y una carbonera, que para la ocasión, es ideal.
Es época de vacaciones, en la mañana vamos a la piscina en grupo (es de propiedad de la Enacar, es gratuita) la mayoría de los trajes de baños, por no decir todos, son muy artesanales, generalmente de un chaleco viejo de las mamás o hermanas, las piernas entran por las mangas, y una costura por aquí y otra por allá y ¡a disfrutar del baño! A mi corta edad, soy bueno para el agua, según dicen, ya se nadar, a diferencia de mis amigos de mi edad, e incluso, me lanzo del trampolín y me siento orgulloso. Creo conveniente mencionar la ocasión en que me lancé del trampolín, y al salir del agua vi al “Rucio” con la clara intención de hacer lo mismo; me pareció muy extraño, puesto que él no sabe nadar. Al parecer no quería ser menos que yo, el hecho es que resueltamente se subió al trampolín y se tiró un clavado, yo quedé aún más sorprendido y pensé que el “Rucio” había aprendido a nadar y se lo tenía calladito. Lo que ocurrió a continuación me dejo perplejo, el Rucio salió a flote con su rostro sumido en el agua y con sus brazos extendidos, pero no se movía, se aturdió, pensé, así que, como un buen jovencito de las películas y sin pensarlo dos veces, me lancé a su rescate, nadando con rapidez, me acerqué a él, tratando de tomarlo de donde pudiera, fue en ese mismo instante, cuando sentí un fuerte abrazo del rucio, quien me apretó con tantas fuerzas, que no podía zafarme ,ambos empezamos a hundirnos, yo luchaba por liberarme, pero era imposible, ya no tenía mas aire en mis pulmones, pensé que me moría, cuando de pronto, de forma inesperada , sentí unos fuertes empujones a mis espaldas, que me llevaban hacia la orilla, sentí que todavía podía aguantar un poco mas sin respirar, uf, uf, por fin pude sostenerme de las baldosas de la piscina , el Rucio estaba como desmayado, tendido en el cemento; varias personas querían ayudar, se oía todo tipo de instrucciones, por fin apareció el salvavidas , quien al parecer le hizo unos ejercicios de respiración y se recuperó, gracias a Dios. Ah, me olvidaba, esos oportunos y salvadores empujones fueron provocados por mi hermano mayor, quien actuó con presteza e inteligencia (desde niño fue un soñador trabajó en la Enacar, hasta su cierre, pero gracias a su perseverancia y espíritu innovador, hoy es un exitoso empresario Lotino, en el rubro de la metalmecánica, dando empleo a mas de 20 personas, un ejemplo digno de imitar)

Con un gran esfuerzo logro hacer dormir a este pequeño caprichoso, que seguramente se agotó, como un niño en todo el sentido de la palabra, con ese agradable cansancio que produce el jugar, sin mayores preocupaciones, sin malos pensamientos, ni nada que se le parezca, sólo pensando en el día siguiente, donde nuevamente podrá jugar y divertirse a sus anchas.
Mi barrio…, ah mi querido barrio. A mis 55 años de edad, estoy viviendo en lo que otrora fuera el pabellón 50 nuevo (demolido), la nostalgia me invade, el tiempo no puede volver atrás, a no ser por este pequeño, que mantiene una lucha constante para no crecer.
En la actualidad, mientras realizo mi trabajo de cartero, (en mi niñez, por mucho tiempo pensé que el único trabajo existente en todas partes, era el de minero) con frecuencia me encuentro con el Rucio y otros amigos de la infancia, algunos profesionales, otros jubilados de la Enacar, la mayoría son abuelos, otros han partido.
Al recorrer mi querido Lota, Veo con tristeza como algunos pabellones se van deteriorando día a día. Sueño con que éstos sean restaurados, y de esta forma, mantener en muchos como yo, a estos niños que viven en nuestro interior y se resisten a olvidar.
FIN
EL NIÑO QUE VIVE EN MI
PRIMER LUGAR
Rigoberto Ignacio Acosta Molinet

domingo, 25 de octubre de 2009

EL NIÑO QUE VIVE EN MI



¿CÓMO PODRÍA OLVIDAR?

Por Rigoberto Acosta Molinet.

Lota, al sur de Chile, para algunos insignificante, para otros llena de historia y tradiciones. Por más de un siglo, próspera y pujante ciudad minera. Para mí, la tierra que cobijó a mis padres y hermanos, y aunque en 1997 cerró su boca, sigo prisionero de sus encantos, y mi mente me lleva cautivo 50 años atrás.

Ahí está mamá, encendiendo la cocina a carbón, manchándose casualmente la cara con hollín, viéndose muy divertida sin ella saberlo. Papá regresando de la mina, recibiendo de manos de mamá el harinado (vino preferentemente tinto con harina tostada y azúcar), el cual se sirve ansioso. Luego, desnudándose cintura arriba, deja al descubierto sus hombros heridos, por el traslado de pesados troncos de eucaliptos, que usaban para sostener el cerro en el fondo de la mina. Primero lava su rostro completamente negro con el polvo del carbón y tosca, mientras reemplaza el agua, y lavándose enérgicamente debajo de sus brazos y pecho, me dice: -ahí te deje el “conchito”- (pequeña porción de “harinado”), mientras tanto mis hermanos mayores sacan del “Guameco” el manche, que era el sándwich que llevaban a su trabajo, y la mayoría de los mineros, voluntariamente no se lo servían todo y acostumbraban a traerle una pequeña porción a sus hijos , éste como el concho de la “charra” (Que generalmente era de agua de hierbas) tomaban un sabor muy especial al haber permanecido muchas horas en el fondo de la mina.

Ahora, me veo a mis cortos 5 años, inclinado hacia el suelo, con mi boca literalmente pegada al piso de la cocina, llamando alegremente a mi papá: ¡papito, papito, no te olvides de traerme el manche! -, convencido que él me escuchaba, lo anterior motivado por la respuesta de mamá, cuando le preguntaba ¿donde trabaja papá? Con voz suave y cariñosa me respondía debajo de la tierra, hijito”, cuando me incorporaba, me acariciaba tiernamente la cabeza y le decía, ya le pedí el manche a mi papito.